El viernes 13 de marzo del 2020 quedará en la memoria de todos los españoles y de aquellos que formamos parte del territorio hispanense. Pedro Sánchez, presidente en funciones, anunció ante los medios de comunicación el estado de alarma para frenar el coronavirus veinticuatro horas antes de aprobarlo. De esta manera, el gobierno (por segunda vez en todos los años de democracia española) pudo centralizar de manera absoluta la toma de decisiones, limitar los movimientos de los ciudadanos y clausurar industrias y comercios.
La actividad religiosa tampoco se vio exenta de dicha resolución, y las iglesias evangélicas tuvieron que “reinventarse” en tiempo record. Ministros que habían preparado el sermón para predicarlo ese mismo domingo en sus respectivas congregaciones, se vieron obligados a grabarlo a duras penas con un teléfono y subirlo a alguna plataforma digital. Otros, más previsores, habían tomado medidas semanas atrás. Y los más negligentes, un grupo menor, optó por cancelar todas las actividades hasta “nuevo aviso”.
Por primera vez, en los dos mil años de iglesia, nos vimos privados de reunirnos como cuerpo de Cristo. La historia nos enseña como los cristianos, ante las diversas persecuciones sufridas, optaban por reunirse en catacumbas, cuevas, refugios… En esta ocasión, ni siquiera eso, no solo por sujeción a las autoridades superiores, sino también por amor al prójimo y a nuestras propias vidas y familias.
Fueron meses duros e interminables no solo en el ámbito de la salud, sino también en lo económico, social y como no podía de ser de otra manera, en lo espiritual. Al referirme a esto último me pregunto: ¿Hasta que punto podemos considerar “iglesia” a un grupo de creyentes conectados en red desde sus hogares y presenciando una predicación grabada días atrás? Y aunque fuera en streaming, como otros optaron, ¿dónde queda la comunión y la hermandad unos con otros? Por citar un ejemplo: ¿Qué sustento bíblico podríamos atribuir al participar de la cena del Señor en “modalidad virtual”? Entiendo que en otros departamentos como el discipulado o la escuela bíblica no presentó inconveniente alguno, incluso fue de gran ayuda para aquellos hermanos que por diversas circunstancias se ven limitados para poder seguir una metodología académica presencial. Pero ¿dónde encaja “el congregarse para lo mejor”?, tal y como las epístolas nos enseñan (1 Co.11:17 RVR60).
Sería de necio negar que la pandemia ha dejado también puntos positivos. De repente, desde los hogares, se volvieron a levantar “pilares” vitales como la oración privada, la meditación de las Escrituras, el tiempo en familia y aún la evangelización en las redes sociales. Predicadores de influencia mundial dejaron de fantasear con mensajes de progreso y de bienestar (tal y como lo venían haciendo desde principios de año) y tímidamente empezaron a enseñar sobre la soberanía y la providencia de Dios, recordándole a sus congregaciones que el Señor vuelve.
También fue de valorar que cierto sector del liderazgo se viera obligado a dejar sus “sanas tradiciones” a un costado y dar un pequeño paso hacia la tecnología, emitiendo sus cultos por internet; algo que hasta entonces veían como innecesario y aún en el peor de los casos “diabólico”, ignorando que estos medios son y serán otra manera de llegar con el mensaje del evangelio hasta lo último de la tierra.
No obstante, ¿podemos afirmar que fuimos iglesia durante esos meses de confinamiento? No quisiéramos ser dogmáticos en esto, sería muy difícil lograr una única opinión. Pero deberíamos instar y animar a cada creyente a que, en la medida de lo posible y una vez que se vayan flexibilizando las leyes en favor del culto religioso, vuelvan a involucrarse en sus respectivas iglesias locales. El COVID-19 ha venido para quedarse y ¡No podemos especular con la reproducción mundial de una vacuna para volver a congregarnos! La comunidad cristiana de la cual formamos parte requiere (tal vez como nunca) un compromiso mayor en lo económico, ministerial y corporativo para poder seguir cumpliendo la gran comisión.
Estamos ante una crisis que no entiende de fronteras, estatus ni actividades. Marcelo Gallardo, técnico del equipo argentino River Plate, mostró su pesar e incertidumbre sobre cuándo regresará el fútbol en la su país: “no se aguanta más el tema, un futbolista no puede estar tres meses sin entrenar”, declaró recientemente en una entrevista realizada por un prestigioso periódico deportivo. Ahora, nuestra reflexión en cuanto a esta declaración es: ¿cuánto tiempo puede pasar un ministro del Señor sin ejercitarse al poner la multiforme gracia de Dios al servicio de su iglesia local?
Si examinamos estos últimos meses con detenimiento, nos encontramos con un pastor que le habla a la cámara de su pc sin poder discernir lo que está sucediendo en esos hogares; un grupo de alabanza que graba melodías fraccionadas y que lo limitan a que su culto sea racional; una congregación delante de una pantalla para presenciar un culto emitido por internet…
Sería erróneo a su vez desmerecer y quitarle valor a todo el esfuerzo que se ha llevado a cabo, el trabajo se duplicó y la cuesta en mucha ocasión se hacía cada vez más difícil de superar. Pero que esta pandemia a la cual continuamos expuestos por la simple y llana soberanía de Dios, no nos nuble la visión de lo que es ser iglesia del Señor.
Oramos y deseamos que esto pase cuanto antes, que Dios permita que todo vuelva a la normalidad, o que al menos se aproxime a ello. Pero mientras tanto, que el miedo ante tal incertidumbre no nos paralice. No nos olvidemos de vivir y, sobre todo, de servir a Dios.
Como dijera en su día Mardoqueo: “¿… Y quién sabe si para esta hora has llegado…?” (Es.4:14 RVR60). Así es, hemos nacido para este tiempo, no lo desaprovechemos.
Raúl Abraham (Profesor SBF ESP)
Revista CONOZCA (https://conozca.org/?p=4772)
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