Entonces él se acercó, y la tomó de la mano y la levantó…
- Marcos 1:31
Era un día entre semana y había quedado para acercar algo a mi padre a su casa. Para llegar hasta allí, un barrio aislado del distrito de Villaverde en Madrid, tenía que pasar por un polígono en el que las calles están repletas de mujeres semidesnudas de distintas nacionalidades que ofrecen a muy bajo coste “servicios” sexuales para aquellos que quieren satisfacer sus fantasías más desenfrenadas. A plena luz del día podías ver sin problemas numerosos coches y camiones aparcados con los cristales tintados o, en su defecto, con las ventanas tapadas por prendas de vestir, que mostraban claramente, que en su interior se consumaban los servicios “exprés” que estas mujeres ofrecen. Las pocas zonas verdes que hay, están sembradas de preservativos y pañuelos de papel manchados de esperma. En definitiva, una zona por la que los vecinos no podían pasear a sus hijos debido al bochornoso espectáculo que allí se ofrecía y a los peligros derivados de ese comercio ilegal, dominado en gran medida por redes de prostitución y proxenetas. Y fue en ese entorno, mientras circulaba por las entrañas de ese polígono industrial, que al final de una de las calles principales vi a una de esas mujeres y me sentí dirigido, guiado y motivado en mi interior a detener mi coche a su lado y a hablarle de Jesús.
Desde luego, no obedecí esos impulsos de forma instantánea, sino que pasé de largo. Había demasiado en juego. ¿Qué sucedería si alguien conocido me viera? Sabía que los vecinos se habían unido para fotografiar los coches de los que se detenían a solicitar los servicios de las prostitutas y mostrar sus fotos o hacer públicas sus matrículas como medida disuasoria. Yo era cristiano, era pastor en la iglesia. Había demasiado en juego, mi reputación. Sin embargo, el sentir que se originó en mi interior para detenerme ante aquella mujer se acentuó y se transformó en profunda carga. Sabía que Dios me estaba instando a acercarme a ella y, si no lo hacía, estaría cometiendo un grave error del que me lamentaría. Rodee la manzana, reprendiendo por un lado cualquier espíritu que me quisiera hacer caer en una trampa y por otro pidiendo confirmación a Dios para saber si era realmente Él el que quería que me parara. Al volver a pasar por donde ella estaba, mi corazón se aceleraba y en mi interior cobraba fuerza una frase: “Acércate a ella y háblale de Jesús”. Pero mi desconcierto me impidió detenerme nuevamente. Rodee una vez más la manzana y al pasar de nuevo por su lugar, el pánico se apoderó de mí. ¡Ella ya no estaba allí! Me abrumó un sentido horrible de culpabilidad. Le pedía a Dios que me perdonara y le dije que me diera otra oportunidad.
Volví a dar la vuelta a la manzana, y al llegar una vez más a su lugar, ¡allí estaba de nuevo! Sin dudarlo, me paré a su lado y bajé la ventanilla del acompañante. Ella se acercó con sus artes seductoras hacia mí. Me temblaba todo el cuerpo. Opté por ser natural y franco.
– Mira, la dije, vas a pensar que estoy loco. Pero soy cristiano, e iba a casa de mi padre que vive aquí al lado, y al pasar junto a ti, sentí una gran necesidad de hablarte de Jesús y de lo que Él ha hecho conmigo.
Le comenté que, en otra época, yo era un cliente habitual de los servicios de prostitución, pero que Dios me había mostrado los daños emocionales que ello me había ocasionado. Le relaté mi experiencia de encuentro personal y de sanidad emocional. Le mencioné que había ganado mucho más de lo que yo creía obtener allí. Le dije que creía que Dios quería sacarla de ese lugar. Que no se preocupara por el dinero que iba a perder al hacerlo. Yo estaba embalado, sentía una habilidad inusual a la hora de compartirle el evangelio. Ella me demostró con sus lágrimas que le estaba llegando lo que la decía. Además de su desnudez física, ahora Dios había desnudado su alma y tuvo “frío”, mucho “frío”.
Le hablé de refugiarse al calor del amor de Dios y le di un folleto para guiarla a los pies del Señor. Ella me dio las gracias y me aseguró que era lo que necesitaba oír. Me despedí de ella lleno de gozo al haber podido responder adecuadamente a la indicación que Dios me dio de acercarme a ella. Me sentí aliviado al haber decidido salir de mi área de comodidad, al haberme aproximado a ella después de esos rodeos absurdos a la manzana y de haberme introducido en lo desconocido. Estaba eufórico al observar a Dios obrando en la vida de aquella mujer. Estar en primera fila cuando se produce una transformación en el corazón de alguien es lo que en realidad significa vivir la vida en toda su plenitud.
¿Qué sucedería si te dijera que dar diez pasos para acercarte a una persona puede lograr que esa persona experimente un gran impacto en su vida?
¿Te quedarías parado?
Pedro David Alves
(Profesor, SBF ESP)